No importa cuándo ni dónde lo leas…
Estoy a cinco minutos de casa. El camino es bastante directo entre las callejuelas que se entrecruzan. Son adoquinadas y angostas. Ya casi las dos de la mañana y es viernes, el primer fin de semana post cuarentena. El calor empieza a asomar en este mayo tan particular. La luna está bien arriba, parece no haberse querido perder la salida nocturna. Las primeras actividades sociales, los reencuentros con la vida exterior: me reuní con algunos amigos a comer y a tomar algo. La sensación de compartir un rato estaba casi olvidada: escuchar gente hablar, interactuar, mirar a la cara y a los ojos sin un pantalla de intermediaria luego de largas semanas de aislamiento. Es verdad que solo podemos hacerlo dentro de una casa, por ahora, los lugares públicos tienen otras restricciones, pero es más que lo que teníamos. De qué manera curiosa habíamos naturalizado la presencia de los demás, oler otra casa, moverse entre las personas. La cuarentena fue larga y el cuerpo parecía haberse acostumbrado a esa soledad, al aislamiento, pero ahora que estaba rodeada de personas mi corazón latía rápido y todo el entorno me estimulaba. El murmullo, el contacto, el intercambio, el sentirnos acompañados en la incertidumbre, la música de fondo.
Ya pasó un buen rato y empiezo a sentirme cansada, sobrepasada de emociones. Tengo algo de sueño, la emoción fue demasiada para empezar, quiero volver a casa. Mis amigos y amigas se quedan un rato más. “Avisá cuando llegues” me pide alguna de las chicas del grupo.
Saludo y emprendo la caminata. Las tiendas y los restaurantes están cerrados y casi no hay gente por la calle. La luz de la noche primaveral alumbra las calles y los faroles del ayuntamiento también, quizás más. Bueno, seguro más.
Por algún motivo que desconozco empecé a apurar el paso. Probablemente muchos años viviendo en el conurbano bonaerense, probablemente el hecho de saber que en las ciudades grandes siempre pasan cosas, probablemente ser consciente que soy mujer y que me tocará caminar mirando para atrás en casi todos lados.
Luego de unos segundos, me parece sentir a alguien, o a varios alguienes, observándome.
Los siento mirarme, aunque no los pueda ver. La caminata es tranquila pero yo ya estoy nerviosa, asustada. Los escucho. Los huelo.
Perdí la costumbre de caminar luego de siete semanas de confinamiento. Las piernas no recuerdan bien cuando es su turno de avanzar, se chocan entre ellas, enciman sus turnos. Ahora, además, siento la necesidad de voltear cada pocos pasos. No quiero correr, llamaría la atención. No pasa nadie más, estoy sola, en estas calles oscuras y húmedas, con piso adoquinado y muy lustrado, hasta desinfectado, que hace sonar las zapatillas con un ruidito agudo que marca cada paso.
Las suyas hacen el mismo ruidito. Algo hay.
De frente veo un coche. Sus luces frontales me encandilan, entrecierro los ojos. La calle es muy angosta, tengo que pegarme a la pared para que pase. No puedo avanzar, no puedo retroceder. Al pegarme a la pared debería mirar para atrás ¿no? O mejor no. Puedo no voltear, puedo apurar el paso para llegar.
Pienso en todas las opciones y pasa el coche. La calle está oscura otra vez. La mirada resentida por el encandilamiento.
No miré, no quiero mirar.
Por dentro me recorre una energía que me hacer mover rápido las piernas, y sudar las manos.
Saco el móvil. Hago de cuenta que llamo a alguien, no tengo saldo. Ellos no saben. Malísima idea, quizás ahora también lo quieran.
“Hola, amor, estoy llegando” me oigo decir, con la voz entre cortada y muy bajita, pero que igualmente rebota en los adoquines bajo mis zapatillas ruidosas. “Que ridícula”, pienso, “¿Bajas así damos una vuelta con Porco?”. Silencio y oscuridad en el celular. “Dale, te veo en un minuto”.
La vereda está húmeda y brillosa. El cochecito que la limpia pasó hace pocos minutos.
Alguien parece entrar a una casa unos metros atrás, escucho el sonido del hierro oxidado de la puerta de cancela. Quizás son ellos, sólo me advertían.
Continúo mi caminata. Toco las llaves en el bolsillo. Trato de identificar al tacto la de la puerta de abajo para poder abrir rápido. La llave grande choca con la pequeña, el tintineo de su contacto me da seguridad.
Están ahí. Tranquila.
Abro la puerta de calle. Subo al ascensor, toco el botón del segundo piso. Ahora sí, saco el móvil, lo desbloqueo y su pantalla me ilumina la cara. Llego a mi piso y enciendo la luz del pasillo, camino rápido porque la luz dura poco. Saco la otra llave, entro al departamento. Ya tengo wifi. Enciendo la luz del salón y escribo “Estoy en casa”.
7 thoughts on “No importa cuándo ni dónde lo leas…”
Uffffff…me hiciste volver a la vieja taquicardia cuando te esperaba después de alguna salida y se escuchaba abajo…en la calle…alguna discusión tardía.
Sentimientos que mucha gente que lo lea ni siquiera conoce…
Hola Dani, me identifique hasta los huesos estaba ahi tambien, beso grande!!!!!
HERMOSO! Tiempos de aislamiento, tiempos mirar hacia adentro y desde esa transformacion volver a adaptarse al afuera
Hola Dani, ke fuerte, algo patecido me paso anoche, yo tambien acabo de regresar a casita! Me encanta como vas fotografando imagenes urbanas, creo ke cada mujer alguna veez havvovodo esto!! Si, me parecio de estsr alli a mi tambien….y ahora aqui, en en mi cama al amparo, solo quero ke regrese mi companera de piso, o ke tal vez me avise ke se keda a dormir en casa de su amiga…..
Recién en el último párrafo, mejor dicho en las últimas dos palabras me di cuenta que volví a respirar después de leer el 4to párrafo. Tremendo.
Lo difícil que es volver a casa, siendo mujer, en cualquier parte del mundo. Te sentís insegura, vulnerable y sentís que la oscuridad de la calle te come. Me hiciste caminar a tu lado! ❤️
Uff si la habremos pasado…