Cuento para aislarse

Cuento para aislarse

Durante dos largos y tortuosos años tuve una relación que nunca tendría que haber sido.

Al principio, como todo, su omnipresencia me representaba cuidado y amor. Esos sentimientos que sentía en falta después de otra (más) de mis desilusiones amorosas. Con el correr del tiempo empezó a ser horrible, insostenible. Los mensajes de “¿Llegaste?”, “¿Dónde estás?”, “¿Cuándo venís”, “Te estoy esperando” al principio parecían ser parte de una construcción deseada. Además, es verdad que cuando una sale de noche por el conurbano bonaerense tiene que avisar si llegó bien, es parte del folklore. Lógico. Pero también es verdad que muchas veces ese aviso está teñido de control, porque alguien quiere saber exactamente a que hora llegaste, en qué estado, y quizás hasta estando entredormido, te llame para comprobar que es cierto que estás en tu casa y que no se escuchan música ni voces por detrás.

Eso no es amor.

A medida que se sucedían los días y los meses, también se sumaban artilugios de control que no tenían ningún desperdicio. Salir a comer afuera y al volver a dormir a la cama compartida, que me olfateara los brazos, el pelo, de manera de saber exactamente si donde había estado alguien fumaba o si habían prendido la parrilla o había comido pizza.

De todas formas, esta historia no va de eso. Sino de la esperanza de una familia, de una de las Matildas del conurbano bonaerense.

Ese novio tenía una familia que le encajaba perfectamente. Sus padres reproducían el patriarcado (el que da patriarcadas) al nivel de: “esposa cocinando para tener todo listo exactamente a las ocho de la noche para que marido, taxista, panzón, de camiseta blanca, mirando las noticias pueda comer sin quejarse”.

—Está frío esto —decía el padre. Separando el plato de su zona de la mesa y sin levantar la vista de la televisión que repetía a volumen mil las noticias del día. “Desbaratan banda de narcotraficantes en Fuerte Apache” afirma el presentador.

—¿No te digo? Si estos no laburan porque no quieren, ojalá pusieran una bomba en la villa y tendríamos menos problemas.

Las visitas a la familia se volvían, para mí, siempre desoladoras. En realidad, en mi ceguera más voluntaria y profunda, esas experiencias me daban enormes alertas que dejaban bien en claro que el camino no era ese. Que así no era. Pero no era tan fácil tomar decisiones o ver las cosas claras, lo que era mucho mas sencillo era justificar y tratar de encontrar las poquitas cosas buenas que sostenían esa situación.

Una noche como cualquier otra la invitación a cenar fue a lo de su hermano. Fuimos. Otra vez se reproducía la imagen de la casa de los padres pero en éste caso estaba también su hija pequeña. Ella era la estrella de la familia. Contaba por herencia con el mal genio (tal como su tío -mi pareja de ese momento- y su abuelo) pero no dejaba de tener, afortunadamente para ella, sangre de su madre y algo de su propia suerte.

Esa noche, quien para ese entonces era mi cuñada, había amasado pizzas. Riquísimas. Ella era (seguramente lo es aun) una gran cocinera. Los cuatro adultos estabamos sentados a la mesa y de fondo la televisión bien fuerte. La pequeña sobrina iba y venia del comedor a su habitación, como cualquier nena que se aburre en reunión de adultos. Se movía, trayendo cosas, llamando la atención, dirigiéndose a su madre, a su padre, a su tío y a mí.  

Al terminar la pizza y con los oídos que se me tapaban del volumen de las noticias de fondo, la pequeña me llamó desde su habitación. Sus padres pensaron que me estaria molestando y para ser agradables conmigo, y también con ella, le dijeron que aun estaba comiendo. Que juegue un ratito mas.

—Jorge, vení —me llamaba desde la habitación —quiero mostrarte algo.

Yo era la novia nueva, la novedad de la familia, sólo por eso todos querían ser buenos conmigo. Pero yo no tenía ganas de estar en la mesa, no compartía nada. Pero nada. Ni siquiera tengo recuerdos de los temas de conversación porque no me interesaban, porque nada de lo que se decía era algo en lo que quisiera involucrarme.

Después de varias llamadas, y aclarando por enésima vez que no me molestaba ir donde la niña logré esquivar los: “Está comiendo, dejala tranquila” que simpáticamente decían mis parientes políticos.

—Está bien, a mi me gusta jugar con ella —repetí, una vez más. Pero ellos realmente no consideraban que eso pudiera ser real, creían que lo hacía por compromiso, como el estar sentada en esa mesa, como el mirar televisión derechosa con mis entonces suegros, como reír ante chistes de negros, judíos y zurdos.

Logré acercarme a la habitación y descubrí que ella estaba en su cama jugando y que al lado tenía una biblioteca con varios libros. Enseguida me acerqué a ellos y le pregunté si había leído alguno, si tenía algún preferido. Contestó que había uno que le gustaría leer.

—Papá a veces me lee algún cuento antes de dormir.

Me alegré de escuchar esa declaración. Ver al padre de Matilda materializado en la familia de mi pareja de ese momento me daba miedo, bronca, y pena simultáneamente. Pero al imaginarlo leyendo sentí que exageraba, como siempre, con mis sensaciones.

—Me leyó éste —dijo la pequeña levantándose de la cama e indicándome con su índice el lomo de “Alicia en el país de las maravillas” — y ahora quiero leer estos— decretó al abrir una bolsa de plástico que estaba en el suelo.

Sacó una colección de cuatro o cinco libros de tapa dura con varios colores. Se trataba de “Cuentos fantásticos para leer antes de dormir”. Me encantó el plan. Empecé a hojearlos pero ella sin ninguna democracia posible ya sabía cual quería y ese tomó del montón, mientras volvía a su cama.

—Vení, quiero que me leas este.

—Creo que nos vamos a quedar dormidas las dos —solté mientras me acomodaba en los pies de su cama.

La burbuja comenzó a reforzarse. Los sonidos de la televisión formaban parte de un paisaje lejano e inaudible. La pequeña era el mejor plan posible en ese contexto de estereotipos no deseados. Los indicadores eran incontables, pero de cualquier manera yo seguía allí.

—“Hace muchos años, en un pequeño pueblo, existían cinco niños muy amigos que cada tarde salían a jugar por el bosque. Los pequeños correteaban por la hierba, saltaban a los árboles y se bañaban en los ríos con gran felicidad. Eran muy unidos y les gustaba sentirse en compañía de los animales y….

—¡Chicas vengan a comer helado! —gritó una voz desde el mas allá. El cuento recién empezaba pero creo que mi voluntad de alejarme de la situación de la mesa familiar era tan, pero tan fuerte que en unas pocas líneas me había mudado de cuerpo y alma al castillo del gigante egoísta.

—No quiero, má —contestó la pequeña, simulando leerme la mente, aunque los helados sean una de las cosas que mas amo en este mundo. —Dale, seguí —ordenó, con la impunidad que ameritaba la situación.

—“Cierta tarde, los niños se alejaron del bos…

—Dale, dejala tranquila que tenemos cosas de adultos que hablar —dijo mi cuñada, apoyada en el marco de la puerta de la habitación donde la burbuja que se había reforzado minutos antes parecía haber explotado, llenándome los ojos de jabón.

—Yo estoy bien, no te preocupes, si a mí me gusta estar acá con ella— dije, ocultando el subtexto “Estar acá es lo único que me puede hacer sobrevivir una mesa de dos machirulos y la caja boba, déjame acá o vení vos pero quédate en silencio”.

En toda esta situación yo podía ver claramente donde quería estar, y no porque la pequeña fuera santa de mi devoción. Para nada. Sólo porque todo el resto de la gente bajo ese techo no tenía nada, pero nada absolutamente que ver conmigo. A tal punto que me llamaban para “salvarme” de leer, así podía ver tranquila la televisión con ellos.

Situaciones como estas puedo enumerar cientas. Miles. Lo que aun no puedo descubrir, y han pasado varios años, es cual era el motivo para perpetuarlas, por qué las seguía viviendo una y otra vez si en todo momento se sabía que no tenían razón de ser.

—“…y fueron a dar con un inmenso castillo resguardado por unos altos muros”.

—Yo sé lo que pasa en este cuento, pero me gusta. Seguí dale.

—“Sin poder contener la curiosidad, treparon los muros y se adentraron en el jardín del castillo —continué —y después de varias horas de juego, sintieron una voz terrible que provenía de adentro:

—Jorge, vení que tomamos un café.

Me molestaba tanto, pero tanto, que me interrumpieran. Me molestaba tanto que quisieran arrastrarme a la grisácea vida del adulto, que toma café después de comer mientras mira programas en la televisión que colaboran con apagar las pocas neuronas que aun se conectan en ese lento y pobre sistema nervioso central.

“No quiero, les dije que no quiero, no tomo café, no quiero estar sentada con ustedes ahí y si estoy aquí en esta habitación es porque es el único espacio en el que me siento un poco a gusto. En esta familia en la que no tengo nada que ver, con un novio que es malísimo, que no amo ni me ama, y que sólo estamos juntos para hacernos un poco de compañía momentánea. No me interesa tomar café con vos, ni con tu marido, ni con tu cuñado, y que sea mi novio solo es una broma del destino, que quiere demostrarme que tan desubicada estoy acá. Pero, como necesito hacer de esta situación algo menos bizarro, aunque sea quiero que esta piba me recuerde como su posibilidad de vincularse con algo mas que la televisión y las noticias”.

—Gracias, no quiero café. En un ratito voy, estamos bien acá.

La pequeña ya se había acurrucado en su cama y yo quería seguir leyendo. Ella era mi única excusa válida.

—Dale, no te vas a dormir antes de que termine —la animé. —“¿Qué hacen en mi castillo? ¡Fuera de aquí!”

Ella me miraba con los otros entreabiertos y su cuerpo mitad dentro de la cama y mitad apoyado en la pared.

—“Este es mi castillo, rufianes. No quiero que nadie ande merodeando. Largo de aquí y no se atrevan a regresar. ¡Fuera!” Sin pensarlo dos veces, los niños salieron disparados de aquel lugar hasta perderse en la lejanía.

Para asegurarse de que ningún otro intruso penetraría en el castillo, el gigante reforzó los muros con plantas repletas de espinas y gruesas cadenas que apenas dejaban mirar hacia el interior”.

—Mi amor, nos vamos.

—“El gigante egoísta colocó un letrero enorme donde se leía “¡No entrar!”

—Jorgelina, vamos.

—“A pesar de estas medidas, los niños no se dieron por vencidos y, cada mañana, se acercaban sigilosos a los alrededores del castillo para contemplar al gigante”

—Bueno, parece que me voy solo. Alguien se queda a dormir acá. —llegué a escuchar, mientras la pequeña me miraba con los ojos casi cerrados y mis piernas pesaban ya sin las zapatillas puestas.

Esa noche supe que en realidad la gran injusticia era llamar egoísta a un gigante sólo por aislarse de una sociedad con la que no se identificaba.

Esa noche supe que yo tenía que enfrentar la realidad y ver que no hay muro mas real y resistente que el del amor hacia una misma.

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