El viejo justiciero.

El viejo justiciero.

Son las nueve y media de la noche de un lunes invernal en Sevilla. Las personas del barrio regresan a sus casas luego de un día laboral y la parada en el supermercado del barrio es casi obligada.

La gente conversa mientras hace la cola en la caja, comentan los precios, piden ayuda para pesar la fruta, eligen jugos de la góndola, piden papel de cocina del estante más alto, preguntan dónde está el atún, y generalmente compran muchas más cosas que las que figuran en la lista (los que llevan).

En la espera de la caja, las tentaciones están a la orden del día. Chocolates en promoción, chicles, caramelos, tentaciones de todo tipo. El cajero es bastante amable a pesar de estar cerca del horario del cierre. Faltan pocos minutos para las diez y cerca de la puerta hay otro empleado que mira hacia afuera.

El cajero llama a su compañero, le hace un comentario en voz baja y le señala las cámaras de seguridad que tiene por encima de la caja. El compañero niega con la cabeza y lo mira, alzando las cejas.

Los dos se quedan callados mirando hacia adentro. El que está por fuera de la caja intenta caminar hacia adentro, pero el cajero lo frena tomándole el brazo.

—Déjalo, pero quédate por acá cerca.

Un hombre mayor, de pelo canoso, boina, zapatos gastados y chaquetón oscuro, se acerca a la caja con dos latas de judías. Una en cada mano.

—Buenas noches —dice, apoyando las dos latas en la caja.

—Buenas noches Señor, ¿Le cobro algo mas?

—No, joven, sólo estas dos latas.

El empleado que está fuera de la caja mira a su compañero.

—Disculpe señor, ¿Sólo estas dos latas va a pagar? —pregunta el cajero de al hombre mayor.

—Sí ¿Cuánto es?

—Señor, por favor.

—¿Cuánto es?

El cajero lo mira sin decir palabra. El hombre revisa sus bolsillos para pagar las dos latas.

—¿Me va a decir cuánto es?

—Señor, ¿Usted ve que tenemos cámaras aquí? —señala las seis pantallas que tiene encima de la caja— ¿Las ve?

—Claro

—Pues…

—Oiga joven dígame cuánto cuestan las latas que estoy apurado.

—Señor no puedo dejarlo ir. Lo vimos por las cámaras.

Detrás del hombre del chaquetón comienza a formarse una fila. El otro empleado, luego de acomodar los jugos, se suma a la charla:

—Buenas noches señor, disculpe que me meta pero lo vimos con mi compañero por aquí- señala una de las cámaras —y necesitamos que pague lo que tomó o bien que lo devuelva.

—Sólo tomé estas dos latas. Miré algunas cosas más pero no las agarré. Están ustedes confundidos.

—Señor le pido por favor que me entregue lo que tiene debajo del chaquetón.

—¿Perdón?

—Lo vimos —señala las cámaras y el otro empleado, que ya estaba al lado del hombre, asiente.

—¿Cómo se atreve a decirme eso? —el hombre comienza a elevar la voz. La gente en el supermercado sigue mirando, nadie interviene.

—Señor por favor no me obligue a llamar a la policía por esto. Entrégueme los dos paquetes de fideos y la mantequilla que puso en su chaquetón.

—Está usted muy equivocado, joven.

Los empleados se miran entre ellos. El que se había acercado al hombre, da un paso largo hacia el costado y se coloca entre él y la puerta.

—Señor por favor, no puedo dejarlo ir con todo eso dentro del chaquetón. Si el dinero no le alcanza, por favor déjelo aquí.

—No

—Bueno, aquí nos quedaremos hasta que decida lo que hacer. Por las cámaras vimos, con mi compañero, perfectamente como agarraba mercadería y se la guardaba ahí mismo —señala dentro de su ropa.

—No joven, para nada, tiene que haber un error.

—No creo.

El cajero se pone de pie y le hace una seña a la señora que espera detrás del hombre de chaquetón, para que pase a la caja. El hombre se ve sorprendido por el rápido movimiento del joven, y, asustado da un salto hacia atrás, agarrándose con las dos manos el abrigo.

La señora lo mira, levanta las cejas con desaprobación mientras pasa sus compras, y le entrega su tarjeta de crédito al cajero.

—¿Ve señora? —comienza— por eso no me gusta venir a estos supermercados de cadena, se creen que tienen cosas tan interesantes como para que uno quiera llevarse más de lo que puede.-dice el hombre, con voz fuerte e intentando interpelar a la señora que paga.

—No señor, usted disculpe pero si quiere llevarse comida entre su ropa, debería hacerlo con más cuidado para que no lo vea por las cámaras —interviene el empleado.

—Pero… ¿Qué está usted diciendo?

—Si usted lo hace bien, me evita a mí este momento incómodo y se lleva los fideos sin ningún problema. Mire… ¿Ve esa salida? No hay detector de alarmas, no hay nada, ningún control, si usted se asegura que no lo enfoquen las cámaras, no hay margen de error. Pero si lo veo, le tengo que pedir que pague todo.

El cajero pasa las compras de las dos niñas que siguen en la fila, mientras el hombre del chaquetón sigue dando vueltas. Una de ellas no le quita la vista de encima al hombre, hasta que la otra le da un golpe en la espalda para que la ayude a llevar las cosas.

Las niñas salen, y los dos empleados miran al hombre.

—Señor, por favor. Devuelva los fideos y aquí no ha pasado nada.

El hombre del chaquetón parece inquietarse, frota sus manos una con otra y la gente sigue acumulándose en la fila. La señora que está inmediatamente después, asiente cada palabra que dice el cajero, y mira de reojo al hombre.

—Bueno, acá nos quedaremos hasta que entregue lo que tiene dentro del chaquetón. Yo no tengo ningún apuro. Ya estamos en hora de cierre, podemos cerrar las puertas y quedarnos aquí a esperar a la policía. Por dos paquetes de fideos y una mantequilla.

El cajero le hace señas a otra señora que está detrás del hombre, para que pase y cobrarle. El hombre del chaquetón se queda de pie al lado de la góndola de los jugos, que está justo en frente a las cajas.

—Piénselo tranquilo Don, mientras tanto yo sigo cobrando.

El hombre se queda al lado de los jugos, cuando se mueve se escucha el ruido de los paquetes de fideos que lleva dentro de su ropa. Las miradas se cruzan, los empleados siguen trabajando. El que se había puesto entre la puerta y el hombre, sale a la vereda y comienza a bajar la cortina de hierro que indica el cierre del local por el día.

La última señora paga sus compras y, antes de irse, mira al hombre al lado de los jugos:

—Señor si a usted le falta dinero puedo prestarle y otro día me devuelve.

El hombre baja la mirada, y no emite sonido. La señora levanta los hombros mirando a los empleados, y sale del supermercado.

El hombre sigue parado frente a los jugos.

El cajero termina de cobrarles a todos los que están esperando. Nadie dice una palabra. Cada persona que sale saluda al hombre, que sigue de pie, junto a los jugos, haciendo sonar los paquetes de fideos que lleva adentro y seguramente comenzando a derretir la mantequilla.

Toda la gente se fue.

La cortina de hierro está por la mitad, los dos jóvenes continúan con sus movimientos de fin del día, el hombre sigue quieto, delante de la góndola de los jugos.

—Señor por favor, tengo que cerrar la caja. —Retoma el joven

—Cóbreme las latas y me voy.

—Le propongo algo. Vaya a dejar los fideos en la góndola, no me haga sacárselos. Vaya hasta ahí, los deja y nos vamos todos tranquilos.

—¡Me ha cansado! ¡No quería llegar a esto! —grita el hombre, al mismo tiempo que de su chaquetón caen los paquetes de fideos desparramándose en el suelo— Se los dejo pero los va a tener que juntar del piso.

Los dos empleados, ya visiblemente cansados del espectáculo del señor, se acercan e intentan quitarle de las manos las latas y sacar al hombre a la calle, pero en su intento, el hombre comienza a dar patadas y manotazos derribando todo lo que tenía cerca.

La góndola de los jugos comienza a moverse violentamente y los dos jóvenes forcejean con el hombre para sacarlo a la calle.

—¡Déjenme en paz! —grita, al mismo tiempo que pisotea los fideos del piso e intenta  soltarse de los jóvenes— ¡Suéltenme, hijos del sistema! ¡Por mentes como la de ustedes hay gente como yo!¡Déjenme en paz!¡Malditos explotados! ¡Cobardes!

Al día siguiente, el cajero y su compañero abrirán como todas las mañanas el supermercado.

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