Volvieron, volvimos.

Volvieron, volvimos.

El sábado 14 de diciembre llegué a La Plata desde Pinamar alrededor de las cinco de la tarde. Mis amigues y hermana llegaban desde nuestros pagos quilmeños un poco más tarde, pues previa y compromisos, lo que me dio un margen para sentarme sobre calle 32 un lindo rato y observar, mirar, analizar, disfrutar…
Sobre todo, disfrutar.
Me senté, apoyé la espalda en un árbol y me saqué las zapatillas. Escuchaba cantar a los grupos que me rodeaban “el que no grita los piojos para qué carajo vino” y el cuerpo, que tiene memoria, se sintió con dieciséis años haciendo la fila con la entrada de papel en la mano para entrar a la cancha de Atlanta. La primera vez que iba a ver a la banda que escuchaba sin parar en un cassette de Landriscina que mi amiga Luchi había grabado con Tercer Arco, el disco que me hizo piojosa, el disco amarillo, el de la remera con la que fue mi amigo Juan el sábado, 25 años después.
Lo que nunca podría haber imaginado es que ese cassette regrabado me iba a marcar la identidad para toda la vida, que iba a hacer que aun hoy con mis jóvenes y vitales casi 42 me meta en el pogo a darlo todo y se me mojen los ojos al descubrir que al lado están los mismos de siempre, que si estiro la mano encuentro a la de mi hermana y bailamos, que bailamos todos juntos, que estamos ahí, que cantamos a los gritos, que nos miramos y nos encontramos.
Y pienso que, en ese primer momento, en Atlanta, en el 99, no tenía celular, ni redes, por lo que no podía saber qué pasaba entre ellos, si se peleaban, se querían, o no, si viajaban, si vivían acá, si tenían una novia, o muchas, o un novio, o hijes. Si se odiaban, si se querían. Nada, no sabía nada de su vida, me quedaba con el disfrute que me generaba encontrarme con los míos al ritmo de su música. La emoción que me causaba estar ahí y que se apaguen las luces, la adrenalina de llegar a donde sea, la convicción de que nada podía detenernos.
Este año, después de muchos rumores y noticias dudosas, anunciaron su vuelta. Empezaron a soltar indicios que nos daban la pauta de que ese “parate” que duró quince años había llegado a su fin.
Pero ahora hay redes y todos estamos cerca y nos leemos y nos interpretamos y nos puteamos y claro, ellos también. Y todo se opacó de diferencias, de peleas, de palabras cruzadas, de insultos y de ninguneos. Y yo, que como muchos, deposito en mis ídolos un montón de sentimientos y que, también como muchos, soñé mil veces que volvían a tocar, me enojé, me enojé un montón y casi me lo pierdo.
Pero, la verdad, es que tengo tanta pero tanta suerte, que estoy rodeada de personas que sí lo pueden ver, que saben que lo importante siempre es pasarla bien y ser feliz, reírnos, disfrutar, compartir, encontrarnos…
Y en un momento extraño, hubo un click y sucedió. Tuvimos horas de zozobra total, creyendo en personas que no conocíamos que vendían entradas, volvimos a la reventa, a la adrenalina de no conocer y de saber que podía salir mal. Pero salió bien, y cuando nos quisimos dar cuenta, estabamos juntos de nuevo, con la remera 87 y con el buzo de la escuela que del otro lado tiene el bordado del piojo, arrancando desde distintos puntos para La Plata.

Pensando en todo eso, estaba yo sentada un sábado de diciembre a la sombra de un árbol sobre calle 32, y al grito de “Y por eso te sigo a donde sea” los vi llegar a mis amigos caminando desde la estación de tren, y a mi hermana que acababa de estacionar a unas cuadras.
Una luna llena que decoraba de manera magistral una noche que prometía.
Y no defraudó, y quizás no fue exactamente la vuelta que había soñado, pero quince años de fantasías ponen al vara en el cielo y que haya sucedido, que esté sucediendo, aun con sus imperfecciones, es algo histórico, que genera sensaciones, sensaciones que te agitan y que vuelven siempre.
Volvieron los piojos y nosotros que nunca nos fuimos, estuvimos ahí.

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