El mirón.

El mirón.

Mi madre coleccionaba duendes. En su casa había centenas. Sobre del calefactor se había montado, algo así como, una comunidad. Ella siempre le pedía a cada amigo, o pariente que viajaba, que le trajera un duende. Rápidamente el calefactor estuvo colmado de ellos. Cada vez había más de esos pequeños especímenes que llenaban el espacio. Empezó a conseguir duendes más grandes, más pequeños, con barba, sin barba, con sombrero, sin sombrero, duendes mujeres, duendes de distintas profesiones, duendes con frases, con comidas típicas, con instrumentos musicales, una gran variedad. Había formado una verdadera comunidad.

Algunas veces, cuando despertábamos por la mañana, podíamos notar que se habían cambiado de lugar, hasta saltaban al vacío, quedando tirados en el piso, y otros se iban del calefactor al siguiente estante. No había explicación, pero sucedía. Toda mi familia los ignoraba, más por miedo que por negación, creo yo.

Un día esas presencias pequeñas y, supuestamente, simpáticas condicionaron mi vida para siempre.

La primera vez que nos vimos fuera de casa yo era chica, creo que no tenía aún diez años. En Buenos Aires, hace más de veinte años, no era extraño que los niños y las niñas de corta edad fuesen caminando solos a la escuela, o a la casa de algún amigo. 

En esos tiempos podíamos jugar en la vereda, andar en bicicleta, caminar y no peligraba nuestra vida. O por lo menos eso creíamos.

Una de esas mañanas, iba caminando a la escuela cuando sucedió por primera vez.

El aire estaba pesado, denso, con mucha neblina. En julio, el frío y la humedad son inseparables.

Caminando por la vereda, arrastrando un poco los pies, pude observar que algo se movía tras un árbol. Tuve una extraña sensación de incomodidad, me sentí observada. Detuve mi paso y vi que detrás de un tronco se asomaban dos grandes ojos en una carita pequeña, más bien alargada, rodeada de cabello castaño largo, seco y despeinado. Algunos rizos desprolijos le daban movimiento y una larga y angulosa nariz completaba su cara de hombre viejo. 

Me quedé quieta, mirándolo. Me sentí incómoda, me miraba fijo y sin parar. Le sostuve la mirada unos segundos hasta que me sentí obligada a bajarla. 

El contacto visual no lo ahuyentó, más bien me ubicó en una situación de desventaja. No me temía. Luego de mirarlo con más detenimiento estuve segura que se trataba de uno de los duendes de mi madre, y eso era por lo menos extraño. No lograba verle el cuerpo completo, porque sólo asomaba su cara y sus pequeñas manitos del otro lado del árbol, pero lo conocía. Había crecido y cobrado vida, estaba frente a mí, mirándome, en la calle.

Luego de esa misteriosa aparición, de golpe, ya no pude verlo. Se había evaporado. Lo busqué por las ramas, la calle, la vereda, las casas cercanas, mis zapatos, pero no estaba. Había desaparecido como por arte de magia, sin dejar ningún rastro.

Pensé que quizá era demasiado liviano para dejar marca, o que podría volar, o teletransportarse. La realidad era que ya no había nada, ni siquiera testigos. Estaba sola y él también. 

Volví a casa corriendo, necesitaba observar arriba del calefactor. Entré rápidamente y mi madre se asustó. No podía decirle la verdad, pensaría que es otra de mis historias fantasiosas, por lo que decidí inventar algo sólo para chequear a la comunidad de duendes sobre el calefactor. 

Allí parecían estar todos. Estaba el viejo con nariz angulosa. 

Ésa fue la primera vez.

Dos años más tarde, luego de haber estudiado por horas toda esa población sobre el calefactor, volvió a aparecer. Para esta altura ya estaba segura de quién era. El viejo duende era de madera, llevaba los pelos largos y descuidados y la nariz se veía larga y huesuda, como detrás del árbol, como en el calefactor. 

Ésta vez, fue en una escalera oscura, muy oscura y húmeda, que unía los cinco pisos del garaje donde mis padres guardaban el coche. Esa noche, mi madre y yo llegábamos a dejar el auto en su lugar. Como el ascensor no funcionaba bien, me propuso que bajaramos por la escalera. 

Obedeciéndola, me acerqué a la puerta que iba hacia la escalera, mientras ella terminaba de bajar cosas del coche. Ni bien abrí la pesada y fría puerta de acero, lo ví. Estaba allí, de pie, con una sonrisa socarrona. 

La misma persona de corta estatura, cabellos castaños, largos y despeinados, larga y angulosa nariz estaba parada en la escalera del garaje. Ya podía estar segura, era el duende de madera. Estaba sucediendo, realmente. 

Me paralicé. Esta vez ví con mayor claridad su expresión. Tenía tamaño de niño, pero sus rasgos faciales eran de viejo. Las arrugas en su cara eran idénticas al que había visto en mi casa. Su cara estaba sucia como si hubiera estado trabajando en la tierra. Descubrí que sus dientes de adelante, lo más visibles, estaban amarronados. Parecía un ser de otra época, como si hubiera viajado en el tiempo y en el espacio para acercarse a mí.

Volvimos a sostener el contacto visual, esta vez no bajé la mirada. Quería conocerlo mejor, saber de qué se trataba su aparición, qué me venía a decir. Por algún motivo, quedé inmóvil mirándolo. Un frío recorrió mi espalda. No me gustaba su presencia, no quería volver a verlo. Pero no podía sacarle los ojos de encima, sentí que si lo perdía de vista podría atacarme por la espalda o hacerle algo a mi madre, que desde lejos me llamaba sin entender mi larga pausa.

A partir de ese día, no volví a abrir la puerta que iba a las escaleras del garaje. Pero supe que tenía que deshacerme de ese duende.

Llegué a casa y fui a buscar al muñeco. No quería que siga ahí, necesitaba sacarlo de mi vida. Lo tomé y, sin que mi madre me viera, lo tiré por el balcón.

A los pocos días, volví a verlo en el mismo calefactor de siempre. Mi madre, al verme mirarlo con disgusto, me contó graciosa que mi padre lo había encontrado en la calle y lo había vuelto a traer a casa. 

No podía creerlo. Esto era más serio de lo que esperaba.

Esa noche, cuando todos dormían, me acerqué al calefactor para tomar al duende y deshacerme de él. Llevarlo lejos. Pero no estaba, el maldito duende conocía mis intenciones. Me observaba desde su lugar, fijo, cuando estaba mi madre alrededor. Cuando él y yo estábamos solos, se movía, se escondía, y así fue como logró quedarse.

Un par de semanas antes de mi cumpleaños de quince, el duende, reapareció fuera de casa. Esa vez fue la última y la peor. Por supuesto que su presencia no podía ser buena. 

Algunos domingos, mis primos y yo, íbamos a jugar a la casa de nuestros abuelos. Era una quinta grande, con muchos árboles, animales, una piscina y bicicletas. 

Mis primos más pequeños estaban aprendiendo a andar en bicicleta y, para ello, aprovechaban un camino de cemento que hacía más fácil el pedaleo. Muy cerca había un frondoso arbusto que se encimaba al camino. El pequeño árbol, estaba lleno de hojas duras y espinosas, que raspaban la piel si uno pasaba muy cerca. Ese arbusto era una gran amenaza para la caída de los aprendices.

Pues allí, en el árbol pinchudo, también apareció un día.

El tronco del arbusto era muy bajo, y sus hojas formaban como un fuerte protector. Sin embargo, allí entre esas hojas volví a percibir su mirada.

La sensación era extraña, como una presencia, como un sentirse observado, algo irracional. Sin ninguna explicación había aparecido y desaparecido en dos ocasiones anteriores, y allí estaba sucediendo nuevamente.

Desde atrás del corto tronco me miraba, nos miraba. Los niños pasaban rápidamente con las bicicletas por los lados del arbusto. Temí por los más pequeños que intentaban aprender y también por el pequeño extraño. Sabía que no era un bicho de fíar y que sus apariciones no eran gratuitas. Algo venía a buscar, y hasta no lograrlo, continuaría haciéndolo.

Sus anteriores apariciones me habían dejado secuelas desagradables. Miedo a los árboles, a la oscuridad, a la sensación de encierro (seguramente por la imposibilidad de abrir la puerta que daba a las escaleras del garaje), y todo esto sin nunca explicárselo a nadie, no quería que dudaran de mí, ni que me dijeran que siempre fui la misma cobarde.

De repente, empecé a notar que cuando el más joven de mis primos pasaba cerca del arbusto, el duende misterioso intentaba salirse más del arbusto, como para alcanzarlo, pero no lo lograba, o no quería hacerlo. Cuando, de golpe, algunos de los más grandes pasaban cerca, volvía a esconderse rápido. 

Estaba segura de que mis primos no podían verlo, ya que pasaban indiferentes frente a él. Preferí no alertarlos de su presencia, para protegerlos. Los duendes son malos augurios y nada que tuviera que ver con él podría ser bueno.

Esta vez traté de evitar el contacto visual. Me limité a sentir su presencia y observarlo de reojo. 

El duende empezó a alejarse del tronco del árbol de a poco, comenzó asomando su pequeña cara, luego sus manos, y lentamente fue moviéndose hasta ponerse de cuerpo entero a mi vista.

Yo seguía ignorándolo, sólo quería que vuelva a desaparecer. Pero lo veía acercarse, con paso lento pero seguro. La distancia entre nosotros era cada vez menor, y yo ya tenía ganas de salir corriendo, pero no podía, los pies me pesaban como bolsas de cemento y fue imposible moverme. 

El duende me generaba una mezcla de miedo, curiosidad, adrenalina, nervios, rechazo. Solo quería que se vaya. Pensé que si lo asustaba, le pegaba un fuerte grito mientras estuviera desprevenido, se iría. Por lo menos deseaba que me sepa poderosa, que me respete, porque ya no podía esconder que sus intenciones no eran buenas.

Esa mirada penetrante y la aparición y desaparición repentina, me causaba dudas, impresiones, no quería que volviera, no quería que se acercara. Necesitaba que se fuera, no lo soportaba cerca, el sentimiento cada vez era más fuerte.

El miedo se adueñó de mi cuerpo, mis pies estaban fijos en el suelo, no podía moverlos. La desesperación me hizo gritar, gritarles a mis primos pequeños que vayan para adentro de la casa, que me tomen de las manos y me lleven con ellos, la curiosidad ya no era tal, sólo quería huir, sentí terror. 

Pero ellos no oían mis gritos.

“Por favor no”, “Déjame”. “¿Qué haces?”

Su mano me sostenía más fuerte de lo que podía soportar, me dolía mucho, me estaba clavando sus flacos dedos en mis carnes y nadie se daba cuenta.

A partir de ese momento, observo a mi madre desde el calefactor.

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