
Amelie en paracaídas
El papá empezó a sospechar. Las postales del enano de jardín que solía estar en su patio y que le llegaban regularmente desde distintas partes del mundo eran muy similares entre sí. Le llamaba la atención que siempre estuviera parado en el mismo lugar, con la misma expresión, con las mismas manchas sobre él y que solo el fondo fuera cambiando.
El enano era su único amigo. El papá de Amelie era un hombre solitario, callado y de poca o, mejor dicho, nula vida social. Desde hacía varios años solo conversaba con sus plantas, el árbol de su jardín y el enano. Su hija, preocupada, intentaba promoverle actividades como ir al cine, salir a dar un paseo, o simplemente caminar tres calles hasta la frutería del barrio, pero era una misión muy difícil. La última vez que su padre había salido a la calle, ella todavía vivía con él.
—Parece como si alguien lo pusiera frente a fotos —le dijo esa mañana a su hija, mientras observaba las postales que pinchaba en un corcho, ordenadas cronológicamente. Inmediatamente, ella supo que tenía que mejorar su técnica. El recurso del enano viajando por el mundo necesitaba ser perfeccionado.
Primero recurrió a inventarle aventuras más grandes. Consiguió una imagen del vagón de un tren en India, lleno de zapatillas y lo sentó allí para una nueva imagen.
—¿Ves que tiene esa partecita sin pintura? Siempre la tiene igual, yo no creo que esté viajando tanto.
Lo hizo viajar en globo en Turquía, lo mostró lleno de colores y un cielo imponente pero, igualmente, el papá, seguía prestando atención a los pequeños detalles notando que el enano no estaba viviendo nuevas aventuras.
La situación la apremiaba. Si el papá descubría que era todo una puesta en escena, esas noches de depresión y días enteros sin comer ni bañarse volverían. Los viajes de su amigo lo habían mantenido expectante a la llegada de las postales. No quería perder todo lo que había logrado.
Entonces supo que debería cruzar sus propios límites. Su papá siempre veía pasar los aviones desde el jardín, sentado a la sombra del único gran arbol. Se preguntaba cómo era que semejante armatoste de metal pudiera volar como una golondrina y, desde que el enano viajaba por el mundo, sabía que algún día volvería en uno de esos.
Su hija sabía que lo esperaba y que observaba los aviones desde su casa, entonces se le ocurrió: lo haría caer desde un paracaídas. Volvería a casa triunfante y valiente luego de muchas aventuras.
Comenzó a estudiar las instalaciones de su casa y de las casas linderas, para ver desde donde podía tirarlo. Podría ponerse arriba del techo y hacerlo, pero para eso debería ser muy cuidadosa ya que si no se abría el paracaídas convenientemente el enano se estrellaría contra el suelo, convirtiéndose en pedacitos de cerámica y devolviendo a su padre a la más profunda depresión. Era complicado. Los departamentos de al lado de su casa estaban muy pegados y si lo tiraba el riesgo era demasiado alto.
Pensó durante varios días.
Finalmente, tomó la decisión: debía tirarse con él.
Empezó a preparar en la azotea cada una de las herramientas necesarias: un cinturón, una sábana, un colchón pequeño para la caída, sogas, muchas sogas. Decidió quedarse a dormir en casa de su padre bajo la excusa de que sería tarde para volver luego de la cena.
A la mañana siguiente se despertó antes del amanecer y se ató al enano con las sogas, rodeándose del colchón pequeño y de algunos cojines. Si la caída era magistral, no sólo retornaría su amigo enano sino que ella podría verle la cara a su papá y disfrutar del reencuentro. Pero tenía que ser rápida, decir que lo había encontrado allí y nunca, pero nunca, reconocer que se había tirado con él.
No podría gritar, ni lastimarse, tenía que caer perfectamente en la zona liberada del jardín, al costado del árbol.
Chequeó, con la mirada puesta en el techo, que su caída podía ser ruidosa. Debía moverse muy rápido, proteger la caída del pequeño hombrecito de cerámica y dejarlo allí solo, como recién llegado.
Se ató a la sabana, se aseguró con el cinturón, se paró en el borde de la cornisa, abrazó a su compañero de aventuras, cerró los ojos y se dejó caer.
Dentro de la casa comenzaron a escucharse ruidos. El papá ya se había levantado. La casa olía a tostadas y café. Afuera, en el patio, los paracaidistas ya habían aterrizado. Ella aún no había tenido el valor de abrir los ojos. El aire espeso de la madrugada parecía haberlos protegido de una caida estrepitosa y el árbol frondoso había entendido perfectamente cual era el objetivo de la puesta en escena, ayudando a mantener en las alturas a la niña y a la sábana. El enano se había soltado y caído al pasto, impecable. Sin un rasguño.
—¡Querido, amigo! ¡Bienvenido de vuelta! —el padre corrió a abrazar al enano cuando lo vió desde la ventana de la cocina —¡Ya me contarás sobre todas tus aventuras!
Ella vió la situación desde arriba del árbol, sin moverse. Cuando descubrió por la ventana a su padre preparando una segunda taza de café y sentando al enano en su mesa, supo que su misión estaba cumplida y que ya podría irse de casa sin preocuparse por un largo tiempo de la depresión de su padre.
One thought on “Amelie en paracaídas”
Qué desesperación! Hasta final temí por ambos