Fumigator

Fumigator

Yo te adoro, cucaracha, cuando bailas mi mambo”

Los Piojos, 1994

Luis comparte piso en Lisboa con dos estudiantes: Lorena y Jorgelina.

Los tres llegaron de España.

Él tiene cuarenta y dos años, es músico y tiene mucho pelo con muchos rulos. Muchísimos. Tantos que va dejándolos por el suelo cuando camina, cuando pasa por el baño, cuando se lava las manos, cuando va a buscar agua a la cocina. Siempre hay rulos en el suelo mientras él está en casa. Es muy conciente del cambio climático y extremadamente comprometido con el cuidado de todos los seres vivos.

Un día le compró a su pequeña hija de cinco años una cucarachita de plástico, por su cumpleaños, y se la escondió en los rulos hasta que llegó a la casa. De esa manera, lograría que la pequeña se encariñe con los pequeños animalitos que aparecieran de madrugada por la cocina, y no querría matarlas a sangre fría como lo hacía su madre. Ingrata.

Lorena es una enfermera recién recibida en la universidad de su ciudad, de la que se mudó dejando la casa de sus padres para trabajar en la capital portuguesa. Nunca tiene tiempo para cocinar. En realidad no sabe, por lo que consume comida preparada del supermercado, de esa que puede poner unos pocos minutos al microondas y resolver su cena. Produce kilos de basura diaria, consume televisión chatarra y pasa horas frente a la pantalla de su móvil.

Jorgelina, cercana a los cuarenta años, trabaja como profesora de inglés mientras estudia literatura como excusa para mantenerse en un mundo de mentiras, o mejor dicho, de ficción. Nota la velocidad con la que se llena la bolsa de basura desde que Lorena está en la casa, y también sabe que si pone veneno para las cucarachas Luis no puede enterarse.

Por suerte para todos, los tres, no viven todos los días de la semana en la misma casa. A unos pocos kilómetros de la ciudad, vive la familia de Luis, con su hija y su pequeño juguete marrón. Él se queda en su pueblo de lunes a jueves y los fines de semana se instala en el piso de Lisboa para trabajar en espectáculos para turistas.

Ese verano era el primero que los tres pasarían juntos en ese piso y lo que parecía inevitable en un piso bajo en una ciudada calurosa comenzó a suceder: había plaga de cucarachas.

Luis buscó soluciones caseras y no invasivas: laurel en los rincones, dientes de ajo en los estantes, vinagre en la mesada, tarritos con bicarbonato. Cada fin de semana uno nuevo, pero las cucarachas seguían apareciendo y conforme el verano avanzaba las familias parecían reproducirse y ya no salían solas, sino en parejas y hasta en tríos.

Jorgelina y Lorena, quienes vivían en esas condiciones toda la semana habían tomado la decisión de invertir en un veneno sin que Luis supiera. Pero Jorgelina, si bien vive en un mundo que se debate entre la ficción y la realidad, no sabe de esconder secretos y Lorena no entiende de sutilezas.

Ambas coincidieron en invertir en aquella jeringuilla milagrosa. La que apretando en algunos lugares dejando pequeños y amigables tres milímetros de veneno acabarian con la invasión.

Dedicaron una mañana de jueves a bañar la cocina con esa sustancia. Coincidieron en que era una buena y necesaria decisión. Le habían dado la posibilidad a Luis de hacerlo de manera natural, pero realmente no había funcionado.

Al día siguiente, el viernes, llegó a su casa de la ciudad y Lorena y Jorgelina estaban contentas habiendo superado una madrugada sin visitantes.

Lorena soltó sin temor:

Le hemos ganado la batalla a las cucarachas. Comen de la jeringuilla que pusimos. Llevan, engañadas, pensando que es comida un poco para su casa, le dan a sus bebes, muere toda la familia y problema resuelto!

La cara de Luis comenzó a transformarse. Pasó de la sorpresa al horror, sin escalas, imaginando el momento de mesa compartida entre papa cucaracha y sus crías, engañándolos. Cuando Lorena hizo ese comentario, él se encontraba en cuclillas observando el bajo mesada, buscando desde dónde entraban las cucarachas. Poniendo tapones de goma en todos los orificios posibles: pileta de la cocina, del lavadero, del lavamanos, del bidé, del escurreplatos. A todo lo que tenía agujero le había puesto tapón, pero se habia olvidado de la boca de Lorena.

Se quedó inmóvil escuchando el relato de la comida envenenada, y de golpe, mientras con una mano fregaba la mesada, dijo

¿Te suena la idea de genocidio?

Jorgelina escuchaba la conversación desde las penumbras de su habitación. Escondida atrás de su rol de mediadora, ni tan ecologista, ni tan fanática de la muerte.

—Tuve que sacar otra que quedó medio muerta sobre las hornallas. Estaba ahí agonizando porque se ve que había comido el veneno pero no lo suficiente, así que decidí hervir agua y echársela encima, para poder cocinar de una vez”.

La cara de Luis rotaba entre indignación e incredulidad. Lorena no percibía el entrelíneas del silencio de Luis y Jorgelina seguía escondida escuchando desde el anonimato.

Luis se puso de pie de golpe y salió de la casa. No quiso contestarle a Lorena, no perder el tiempo, no había posibilidad de que comprendiera el nivel de violencia que encerraban sus palabras.

Jorgelina continuó en su silencio y Lorena calentó su comida precocida y se sentó en la mesa de la cocina a esperar mientras comía unas papas fritas de paquete.

Pasados unos pocos minutos Luis llegó con una bolsita de snacks, abierta, y le convidó a su compañera:

Toma Lore, comete un cacahuete.

Gracias compi, ¿quieres patatas?

No, gracias… ¡Jorgelinaaaa! —gritó, dirigiendo su voz a la habitación— vente a comer algo con nosotros. Les traje snacks. Para que coman y luego compartan —dijo, y se río de un chiste que nadie más entendió.

Luis no probó ni un snack.

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