Aventuras de verano
Un árbol en la costa, donde nunca estuvimos antes, me recuerda todos esos veranos que pasé en Mar del Plata durante mi infancia. La casa de enfrente a la nuestra estaba deshabitada, se le notaba la falta de cariño y, aun así, sus seis árboles con más años de los que podía imaginar seguían de pie pese al desamor que sufría ese lugar. Me encantaba treparme a ellos, subir rama a rama y sentarme en la parte más alta. Un sentimiento de nostalgia, sin ser invitado, me invadió el cuerpo. Creo que al mudarnos a la “Costa de los Limones” jamás volví a ver árboles tan grandes y viejos hasta el día de hoy.

Es extraño. No son los mismos árboles de mi infancia, pero es como si lo fueran, no pueden ser más idénticos… ¡Qué maravilla revivir esos momentos! Una mezcla de nostalgia y alegría que me impulsa, ¡no puedo detenerla, no quiero detenerla! Es como si la energía de mi niñez se apoderara nuevamente de mí, de mi cuerpo, de mi mente. ¡Me dan ganas de saltar, bailar, reír sin motivo aparente! Esos árboles transmiten magia, me llevan de nuevo a Mar del Plata, a mi infancia, a la casa deshabitada y a la tarde que decidimos, por pura curiosidad ingenua, entrar en esa casa.
Recuerdo que estábamos Pablo, Sara y yo. Pablo y Sara son mis primos, hijos del hermano de mi papá, son menores que yo, pero no por ello menos curiosos y atrevidos. Fue Sara la que propuso meternos en la casa y, con la excusa de sacar algunos limones de los árboles, nos fuimos acercando cautelosamente, en silencio, dejándonos abrazar por el sol intenso de las 3 de la tarde mientras los adultos dormían una siesta.
Hacía mucho calor, yo tenía algo de sed y el polvo de la calle de tierra me cerraba la garganta. No queríamos apurarnos a entrar, necesitábamos tiempo para traspasar la cerca y poder recorrer el jardín que rodeaba la casa. Atravesarlo ya iba a ser toda una aventura, pastizales altos y secos, plantas con espinas y flores tratando de sobrevivir, mosquitos, moscas, escarabajos y Pablo con su fobia a los insectos.
—¡Qué empiece la aventura! —nos dijo Sara y en ese instante trepamos la cerca, pasamos una de las piernas para el otro lado y saltamos. Los tres terminamos desparramados en el suelo mirándonos y respirando la adrenalina que se sentía en el aire. Nos paramos, nos acomodamos en fila india y comenzamos a atravesar ese campo de pastizales, plantas pinchudas y flores pidiendo agua a gritos. Cuando estábamos en el medio, justo a mitad de camino entre la cerca de la entrada y esos árboles llenos de limones, Pablo no tuvo mejor idea que intentar ahuyentar a una abeja. La abeja no solo que no se fue, sino que además le picó a Pablo en el hombro.
—¡Ay! —se escuchó el grito desesperado de Pablo en medio de la quietud de la siesta — ¡Me picó! ¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Soy alérgico!
—¡Shhh! ¡Callate! ¡¿Querés?! Bajá la voz, nos van a oír. Tranquilizate, sos fóbico no alérgico —acotó Sara inmediatamente.
Por suerte, o por ignorancia, Pablo se calmó, y agarrándose el hombro herido continuamos la marcha.
—¡Alto! —se oyó una grave e imperante voz desde lejos — ¡Alto! ¡Alto! —volvimos a oírla y esta vez más profunda como si proviniera de lo alto.
Detuvimos la marcha bruscamente y quedamos paralizados, yo temblaba, me agarré fuertemente a la remera de Pablo, cerré los ojos y me incliné como quien desea esconderse y pasar desapercibida en medio de una balacera. Sara y Pablo se tomaron de mí, uno a cada lado y los tres quedamos petrificados. De inmediato empezamos a oír una sirena, más voces de alto, y a lo lejos retumbando suave pero intensamente se sentía el galope de caballos.
Estáticos, y más que eso, aterrados esperamos la reprimenda de algún mayor que nos hubiese delatado en nuestra infantil travesura. ¿Habrán llamado a la policía? ¿Nos llevarían detenidos? ¿Qué dirían nuestros padres?
Las lágrimas me empezaban a brotar del miedo. La picadura de la abeja dejó de ser ardiente, ni siquiera dolía ya y Sara cerró sus rodillas aguantando unas repentinas ganas de orinar.
Casi abrazados oímos acercarse el retumbar de los cascos, enseguida creí que se trataría de una cuadrilla especial de asalto, pensada para atrapar a precoces delincuentes juveniles que intentan robar limones en árboles ajenos. Que los encarcelan hasta que cumplen la mayoría de edad, privándolos de salir a jugar a las siestas y de disfrutar del sol durante toda su condena.
Ese momento es uno de los recuerdos más tensos que tengo de mi infancia, y a la vez, más divertidos. La adrenalina, mezclada con el miedo, con la aventura, con la inocencia y el descubrir a los pocos segundos (que en ese momento parecieron años) que mi papá y mi tío se habían sumado a la aventura, jugando a los policías y buscándonos por la casa abandonada. Esa misma casa que nosotros quisimos investigar y que ya tantos veranos anteriores lo habían hecho ellos.
Esa fue la primera vez que sentí que mi papá y yo estábamos en el mismo equipo.
Relato escrito colaborativamente en:
Taller de Escritura Creativa “Patas por el
mundo”. Sábados de diciembre 2020.
Autorxs:
Alejandro Druetta
Ana Passarelli
Anabelia Celeste Marrapodi
Daniela Ramos Druetta
Lucía Victoria Arias
María del Carmen Vilas
Silvina Felice