El faro- Parte 1
Unos cuantos kilómetros me separaban de mi nuevo pueblo, iba a cambiar de ciudad, de provincia y de trabajo para instalarme en un rincón en Chubut, en la siempre amada Patagonia argentina. El coche estaba repleto de equipaje, todo, desde un alicate para las uñas hasta la batería de cocina, pasando por gran parte de mi biblioteca, la ropa de abrigo, un par de botas bien abrigadas y algunos cuadros que me ayudarían a apropiarme del lugar.
Había terminado la carrera de guardaparques en Mar del Plata y gracias a los contactos de una de mis profesoras que me adoptó como su becaria durante la última materia, había logrado conseguir una beca remunerada en Península Valdés. Pasaría allí el próximo año viviendo en una casa cercana a la del guardafauna que había manifestado su voluntad de jubilarse en el corto plazo.
El gol rojo tenía el baúl lleno y los asientos de atrás habían quedado bloqueados por bolsas y cosas sueltas.
El viaje desde la costa bonaerense duraba unas cuantas horas, pero la ansiedad que llevaba por conocer mi nuevo destino no me permitió parar más que alguna vez por un café rápido y un baño necesario.
Entrando a Puerto Madryn después de largas horas de ruta árida sin ver mas que alguna que otra bola de pasto rodar por el viento, decidí pasar por el muelle y ver el mar para luego seguir a mi destino final.
Era julio, el frío azotaba al Mar Argentino pero las ganas de ver a las ballenas despidiendo el chorro de agua característica y sabiendo lo cerca que las tendría en mi vida cotidiana chubutense hacían que la sonrisa no se me borrara de la cara.
Antes de que terminara el día retomé el camino con el gol cargadísimo para la Península Valdés. Increíble la entrada en la cual podía observar mar a ambos lados del camino, cuando la tierra se afina tanto que pareciera que uno puede correr desde un golfo hasta el otro sin cansarse, como los ñandúes que se ven por ahí, como las mulitas y los zorrinos.
Una guardia de seguridad me para en el ingreso por ser zona protegida, le muestro mi carta de presentación y nombro al guardafauna con el que iba a trabajar. La cara del gendarme fue una mezcla de indignación con pena por mí, después lo entendería, pero en ese momento sólo pensé en su mal genio.
El gps ya había perdido señal, por lo que quise apurarme antes de que la noche me encerrara en la zona. Iban ya varios kilómetros de ripio cuando el gol empezó a quejarse. No estaba acostumbrado a la vida patagónica, a la enorme distancia recorrida sin pausa y a estar levantando polvo y piedras al paso. “Por favor, dale, un poquito más” pensé.
Pero se ahogó y no quiso más.
Bajé del coche, el cielo ya estaba oscuro y el viento levantaba tanto polvo que ya no podía ver.
Intenté llamar al contacto que la profesora me había dado del guardafauna que se estaba por jubilar, pero el teléfono había muerto. Ya no era que no tenía señal, ni siquiera se encendía. Las luces del coche se habían apagado también y aunque no eran todavía las siete de la tarde parecía la madrugada. La verdad es que había andado mucho y no debería faltar tanto para la casa por lo que cerré el coche con llave y empecé a caminar.
Caminé con el viento de frente, mastiqué polvo y no había capucha que protegiera las orejas hasta que divisé a lo lejos, muy lejos, la luz de un faro que titilaba. Supuse que era un faro por su intermitencia por lo que entendí que la única esperanza era llegarme hasta allí.
Golpeé la pequeña puerta, la construcción parecía grande e imponente desde lejos, pero al acercarme y entre el viento, la noche, el polvo y la reciente neblina que parecía envolver a esa torre que había encontrado como única muestra de mundo humano en las últimas horas de viaje en coche y de difícil caminata, me sorprendió que con apenas tocarla la puerta se entreabriera sola.
El celular seguía muerto por lo que recurrí a una linterna que tenía en mi kit de graduación, ese que se solía regalar al terminar la carrera pero que se sobreentendía que cada uno completaría según el lugar al que fuese, pero no había sido mi caso.
La linterna era mínima, pero para el caso era mas que nada. La puerta del faro se entreabrió y entré porque el viento afuera ya era insoportable. “¿Dónde estoy?” fue mi primer pensamiento, en realidad primero y único ya que un rayo sorpresivo iluminó la torre que me contenía y entre sombras pude ver a una persona que me observaba desde la escalera caracol que se afinaba recorriendo todo el interior del faro.
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Grité desesperada e intenté salir por la puerta que acababa de atravesar, pero ya no pude dar con ella. Parecía una construcción hermética y la lluvia que el rayo había anunciado sólo parecía estar adentro. La pequeña linterna era mi única ayuda y al apuntar al lugar donde acababa de ver a la persona ahora no veía nada.
Nada, absolutamente.
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Esa fue mi primera noche aquí en el faro. Primera de muchas no menos espeluznantes, pero sí quizás menos sorpresivas. Ahora somos viejos conocidos y así aprendimos a vivir.
Continuará …
2 thoughts on “El faro- Parte 1”
Aaaaaaaay Diosssssssssss porque siempre que te leo siento que realmente lo viviste ??? Me olvido de tu imaginación infinita y puedo ver cada foto de cada frase de tu relato…y me asusta…
Espectacular como siempre…
¿Será que nunca se fueron los sueños sureños?
Y nunca se irán jeje