Historias ocultas: Supermercado I

Historias ocultas: Supermercado I

—¿Qué hora es, Vanesa? —le preguntó Néstor, con un grito desde la carnicería cuando ya casi no quedaba gente en el minimercado. Ella le clavó la mirada con sus achinados ojos oscuros que se asomaban por encima del barbijo con ganas de decirle algo como:

“¿Sabés que hora es? Es hora de que te animes a preguntarme lo que realmente querés saber, idiota. ¡Qué bronca me da cuando te hacés el desinteresado y saltás con cualquier cosa! O cuando me preguntás algo solo para hacer contacto, para decir “acá estoy”. Es hora de que dejemos de aparentar que nos olvidamos de lo que nos pasó y de que tengas el valor de enfrentar lo que sentís. De decirle a la madre de tu hija que no la amas, que no querés dejar el trabajo de la carnicería porque no soportas la idea de dejar de verme, que no podés mudarte con ellas al norte porque no sobrevivirías ni un día sin mis mates matutinos. Pero no, preferís estar ahí atrás del mostrador cada día, robándome miradas furtivas y criticando a cada novio que pasa por mi vida. ¡Qué increíble, Néstor, qué increíble! Y yo, desde este asiento redondo que cada día achata mi culo, veo como dejas pasar nuestra vida juntos, y digo nuestra porque yo teniéndote tan cerca tampoco puedo soltar, tampoco puedo arrancar. No te animas a una cosa, no me permito otra.

Pero dijo:

—Son las dos y diez.

—Gracias, Vane, ya falta poquito para ir a casa— contestó Néstor frotándose las manos.

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