Ritual de iniciación
—Así es todos los días, sobre todo cuando hace frío— dijo Ana, la secretaria de la escuela mientras calentaba agua para su mate cocido en la pava eléctrica que guardaba bajo llave junto a los legajos. —Dos o tres vienen llorando cada día, pero la morochita que tengo acá es la más constante.
Ana decía eso acariciándole el largo pelo oscuro y trenzado artesanalmente a la pequeña Jorgelina, de segundo grado, quien desde el comienzo de las clases lloraba todos los días. Al principio, parecía que era algo normal y que ya dejaría de suceder, pero el calendario avanzaba y la angustia no desaparecía.
Esas lágrimas parecían ahogar de un abrazo apretado a la pequeña niña de siete años con jumper largo por debajo de las rodillas, camisa y corbatín. Los zapatos ortopédicos marrones dejaban ver una chuequera impune y los aparatos sosteniendo unas paletas rebeldes la ponían en la línea de fuego de las cargadas grupales.
—Vos sabes que no podés estar acá toda la mañana ¿no? —repitió Ana con voz dulce mirando a Jorgelina sentada en su falda.
Ana pasaba los días rodeada de niños y no se preocupaba por ello, al contrario, disfrutaba la compañía sabiendo que cada uno necesitaba superarlo.

Los recuerdos de esa época son borrosos, están aguados por las lágrimas y huelen a mate cocido aun pasados más de treinta años. Pero lo que sucedió una mañana, una sola mañana mágica y madre de toda una vida, fue lo que me marcó.
Durante una de esas miles de mañanas con Ana, Marta, la maestra de segundo grado se acercó a la secretaría con un cuento en sus manos. El libro tenía muchos papeles de colores marcando páginas y al abrirlo se podían ver las frases subrayadas y comentarios con una letra minúscula sobre los márgenes. Se trataba de una historia de animales escrita por Horacio Quiroga, una que ya no recuerdo cual era porque a partir de allí leería muchísimas. La señorita Marta acompañó la lectura de la primera parte del cuento, en lo que duró el recreo de los demás compañeros que jugaban en el patio. Como si la voz y la invitación a formar parte de algo mas grande no hubiera pisado ya lo suficientemente fuerte, ella sacó fotos de faisanes y avestruces de una bolsita de plástico que tenía escondida en su amplio bolsillo frontal del guardapolvo blanco. Marta me explicó que esas fotos las había sacado durante sus vacaciones en la Patagonia, donde había acampado con su pareja, viendo de cerca a muchos de los animales que nombraba el cuento.
—En el aula tengo muchas fotos más para mostrarte, ¿querés venir? — me preguntó mientras me tomaba la mano.

Esa invitación fue suficiente para que venga caminando sin quejarse ni poner resistencia. Pensé en sentarla en el escritorio conmigo, pero la vi tranquila y me la jugué. Le dije que se sentara en una mesa donde había otras tres nenas. Tardó bastante en conversar con ellas, pero rápidamente entregó su atención a las historias de los viajes. Le brillaban los ojos cuando les contaba de los veranos en el sur, de los cielos azules y las noches frías.
A partir de ese día, la morochita de segundo no volvió a venir a la secretaría. Dejó de pasar todas las mañanas en mis rodillas mientras tomaba el mate cocido para entregarle sus ojos curiosos a las aventuras, los cuentos, los animales, el mundo y las personas que lo habitan.
Después de varios años de escuela primaria, Marta, nos acompañó a Puerto Madryn de viaje de estudio. Éramos casi adolescentes y ese viaje dejó una huella imborrable en mi corazón.
Hoy, ya sin aparatos ni zapatos ortopédicos, Jorgelina saca fotos de camping y de animales, lee y escribe cuentos, y camina ese mismo mundo que la señorita Marta supo presentar.